Cada vez es más frecuente encender la televisión y ver noticias de jóvenes (y no tan jóvenes) en manifestaciones contra el alto coste de los alquileres en el centro de las grandes ciudades, contra los ricos propietarios (o ricos a secas) y defendiendo sus derechos ciudadanos legítimamente consagrados. Ahora que lo pienso, no he visto a nadie manifestándose contra los alquileres en Zamora, Jaén, Soria o Badajoz, ni en los miles de pueblos de España.

Pero bueno, a lo que iba. En ese mismo margen televisivo me da tiempo a recibir información también sobre quejas por el bajo nivel de los salarios, el alto coste de la vida, la falta de ayudas o de la imposibilidad de plantearse tener hijos. ¿Por qué? Pues porque los jóvenes no llegan a fin de mes de la manera en la que ellos quieren llegar a fin de mes.

Acto seguido, para no quedarme en una visión boomer de la actualidad (¿o es Z? No me queda claro), me lanzo a la red para comprobar decenas…, cientos…, miles de testimonios de todo tipo en los que los jóvenes muestran lo felices que son con ese estilo de vida por el que han elegido transitar, un postureo eterno aderezado con aires de indignación hacia una sociedad que no les facilita la alfombra roja que ellos, sin duda, merecen.

Antes de nada, reconozco que no es bueno ni justo generalizar. Por eso, la mayoría de las reflexiones que hago aquí tampoco son justas. Una vez reconocido mi pecado, ya puedo decir que las nuevas generaciones han llegado a una conclusión muy clara sobre el trabajo: el trabajo está sobrevalorado, mal pagado y además te quita mucho tiempo de ocio. Es más, me lanzo a afirmar que la palabra “sacrificio” es una palabra que los dermatólogos han empezado a reconocer en los congresos médicos internacionales como la causante de urticaria y erupciones cutáneas, casi al mismo nivel que “esfuerzo” u “obligaciones”, reliquias del pasado atrapadas junto con los VHS en una estantería oculta y llena de polvo a la que pocos quieren asomarse.

Circula ese mito entre los jóvenes, que dice que sus padres y abuelos vivían en una especie de utopía terrenal, porque tenían casa, coche e hijos y aun así llegaban a fin de mes. Poco importan las jornadas laborales eternas, la crianza de tres, cuatro o cinco hijos, no tener días libres en meses, no poder salir a cenar todos los fines de semana, ni de tapas con los amigos cada “juernes”, ni disponer del último outfit de moda por la instagramer “E-Molona”, ni tener un smartphone, smartwatch o tablet último modelo con las plataformas de streaming (total, tampoco había Internet), ni hacer viajes al extranjero cada puente para inmortalizar selfies que sin duda hoy cambian y mejoran el mundo. La sentencia es mucho más simple e inmediata, no hace falta profundizar. Sus abuelos simplemente no sufrieron tanto porque “no había tanta presión social ni tanta ansiedad”. No olvidemos que eso de la ansiedad se inventó ayer, es una gran aportación de esta generación.

Porque no nos engañemos, los (y las, me deben disculpar si uso las normas genéricas definidas en la Real Academia) jóvenes de hoy en día son especiales, unos seres de luz flotando por las redes sociales que han descubierto el verdadero secreto de la existencia. Ellos tienen todo el derecho a vivir de forma diferente a quienes les precedimos y que parece que lo tuvimos mucho más fácil. Y para certificar esta nueva filosofía, lanzan una frase demoledora con la que nadie osaría estar en desacuerdo: “Hay que trabajar para vivir, no vivir para trabajar”. Ante eso, ¿qué podemos decir?

Un momento, no seamos tan duros. Los jóvenes actuales han decidido que eso de trabajar es algo deseable, a veces hasta necesario, pero siempre dentro de unas premisas mínimas e irrenunciables. Es más, soy tajante al respecto: los jóvenes sí quieren trabajar. Eso sí, para ello mantienen una lista de expectativas. Quieren sueldos altos, pero sin largas jornadas; vacaciones infinitas, pero sin estar "encadenados" a una oficina; y si es posible, trabajar desde Bali o Corfú (porque España es un país en el que se vive fatal), con una piña colada en una mano y el portátil (cerrado) en la otra.

El problema es que encontrar ese “trabajo de tus sueños”, uno que te inspire, que te apasione, que te permita “ser tú mismo”, con un magnífico salario a la altura de tu esencia y que, de paso, te deje tiempo libre para vivir la vida que te mereces no siempre resulta factible.

Y es aquí, justo aquí, cuando comienza a producirse una especie de desazón en el corazón de todas esas pobres criaturas que han crecido en una sociedad bastante fácil para ellos hasta ese momento, llena de ejemplos de otros jóvenes congéneres que se han forrado a base de sentarse frente a la webcam a soltar bobadas para que miles de seguidores le resuelvan la vida. Es aquí cuando empieza a tambalearse el equilibrio social.

Porque resulta que, para que el mundo siga funcionando, alguien tiene que hacer el trabajo. Todos esos servicios, pequeños y medianos negocios familiares, todas esas profesiones imprescindibles para nuestro día a día, están en serio peligro. En España cada vez menos gente está dispuesta a trabajar lo suficiente como para sostener la rueda, es un país con una productividad en decadencia, un país con una natalidad que desciende en picado, un país en el que existe una debacle en el relevo generacional de miles de negocios y actividades que se ven abocados a la desaparición porque esos jóvenes no quieren trabajar de esa manera…, y paradójicamente con la tasa de paro más elevada de la UE. Y así, mágicamente, el castillo de naipes comienza a derrumbarse en un clamor de manifestaciones y lamentos.

Uno de los ejemplos más claros es la baja natalidad. Porque, seamos sinceros, tener hijos no sólo es una inversión económica (¡adiós viajes, aficiones, conciertos, escapadas y cenas!), sino un esfuerzo y compromiso de un nivel desconocido para los jóvenes de hoy. ¿Quién está dispuesto a dejar de ser el centro de su propio universo? No en 2024. Los niños requieren atención, sacrificio y esfuerzo continuado, y eso es, literalmente, lo contrario a lo que muchos jóvenes están dispuestos a dar, a la cultura del egoísmo. ¿¿Cómo van a conseguir los jóvenes “encontrarse a uno mismo” en cada esquina del planeta teniendo un hijo (y no decir ya más de uno)??

Otro gran pilar de esas quejas colectivas es el propio país que los maltrata. "España no ofrece oportunidades". Ah, España, ese país lleno de sol, tapas y fiestas, pero donde, según muchos jóvenes, no se puede prosperar. Sin embargo, el problema no parece ser tanto la falta de oportunidades, sino la falta de interés en ganarse esas oportunidades. De los aproximadamente 200 países que oficialmente existen en la Tierra…, ¿cuantos ofrecen mejores condiciones que España? España ocupa el puesto 15 de las 34 economías que forman la OCDE. Eso quiere decir que tal vez existan en un puñado de ellos, cinco o diez países (sólo el 5% de todos los países del mundo y menos del 5% de la población mundial) y siempre que obviemos el hecho de que en la mitad de esos países están deseando jubilarse para venirse a vivir a Canarias, la costa levantina o la Costa del Sol. 

¿Será realmente que no hay oportunidades fáciles en España, o no lo suficientemente glamurosas o que es muy cansado emprender para ganarse la vida? Las redes están plagadas de historias de aquellos que "huyeron" de España para encontrar trabajos mejor pagados, jornadas flexibles y un trato idílico en otros países. Pero, en la realidad, los sacrificios que aquí esquivaban se presentan en cualquier parte del mundo.

Se está dejando atrás una realidad básica: toda sociedad necesita que alguien se esfuerce para que las cosas funcionen. Y si nada cambia, la única oportunidad que tenemos para mantener un estado del bienestar no ya mejor, sino similar al que hemos disfrutado en los últimos treinta años, es la inmigración y la mano de obra extranjera. Si nuestros jóvenes cada vez son menos y no quieren ni comparten la cultura del esfuerzo de sus padres y abuelos, la rueda sólo puede seguir girando con inmigrantes.

Existe una frase atribuida al escritor estadounidense Michael Hopf que define el ciclo de las sociedades: 

"Los tiempos difíciles crean hombres fuertes; los hombres fuertes crean tiempos fáciles; los tiempos fáciles crean hombres débiles; y los hombres débiles crean tiempos difíciles".

Mucho me temo que hemos criado a una generación de hombres (y me refiero a personas, no me lapiden) débiles que nos dirigen hacia tiempos difíciles.

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