Cuando Donald Trump fue elegido presidente de los Estados Unidos, a muchos en ese país y en el resto del mundo se nos cayó el alma a los pies. Lo que preocupaba no eran sus bravuconadas ni sus formas bruscas sino su discurso excluyente, machista y agresivo, su discurso de odio, más parecido al de un dictador que al de un líder democrático. El odio patológico hacia los inmigrantes, culpándolos de todos los males de la sociedad, era el ejemplo perfecto de su pensamiento, por no hablar del desprecio hacia las leyes cuando no servían a sus propios intereses, el insulto como forma de debate con el adversario, la censura a la prensa no amiga, o el trato prepotente hacia la comunidad internacional incumpliendo acuerdos y tratados firmados con terceros países.

Durante este tiempo sus proyectos no han podido materializarse por completo. Los sistemas de control con los que cuenta la democracia americana, la presión de la oposición y las leyes se lo han impedido. Aun así, le ha servido de una constante y gigantesca campaña publicitaria que ha popularizado términos como “fake news” y que le sirve para mantener a su corte de fieles movilizados contra su enemigo, que básicamente es todo aquel que no comulgue con su causa.

Dicho de otro modo, Trump ha sabido ver su nicho de mercado, un hartazgo, un descontento en gran parte de la población y lo ha canalizado y convertido en una seña de identidad basada en una postura extrema que justifica el odio y la mentira como forma de hacer política. Y le ha funcionado.

Ahora bien, esto es España, aquí eso no podría ocurrir, faltaría más. Todos somos muy sensatos, muy demócratas, no existen nichos de mercado similares que se dejen engañar por posturas extremistas..., ¿o sí?

Hagamos un poco de memoria. Para no irnos demasiado atrás, todos recordamos lo que en el año 2011 sucedió con el movimiento 15M. España vivió un movimiento de hartazgo popular propiciado por la crisis económica que vivía el país y que se trasladó a las calles. En ese momento surgió una postura extrema que quiso plasmar políticamente esa protesta y que creó a sus propios enemigos. No se trataba de un discurso sensato, sino de una canalización del odio hacia los que ellos pensaban que eran responsables y que despertaban el rechazo y desprecio popular. Se popularizaron términos como “escrache” o “casta”, que permitían la expresión furibunda e intimidatoria más allá de la simple queja, protesta o debate de ideas y que tenía muy bien identificados a los objetivos, sobre todo políticos, banqueros, empresarios y cualquiera que tuviera algún tipo de poder político o económico.

¿Era una postura razonable? No, no lo era. No existía un proyecto creíble y sobre todo práctico. Pero el extremismo, en ese caso de izquierda, funcionó, supo rentabilizar ese descontento y lo convirtió en odio, alimentándolo para conseguir lo que de verdad quería: votos que le dieran una porción de poder. Una masa popular es muy fácil de manipular si se le promete la cabeza que piden. Es el populismo de izquierda.

Con el tiempo se ha ido suavizando y desinflando hacia posturas menos radicales en la medida de que son conscientes de que sus representantes se han convertido en parte de la “casta”, que ahora tienen poder. El baño de realidad y su propia naturaleza de movimiento extremo han hecho que el mismo paso del tiempo lo haya ido desangrando y convirtiéndolo en un simple partido de izquierda.

Sin embargo quien piense que en España ya estamos a salvo del efecto Trump y de los extremismos, se equivoca. De nuevo un movimiento, esta vez de extrema derecha, está intentando lo que en su momento hizo la extrema izquierda: usar el odio para medrar.

¿Quién es el enemigo ahora? ¿A quién hay que odiar?

Este nuevo extremismo propone odiar al inmigrante como plato fuerte. Da igual que sean menores, familias, que procedan o no de catástrofes o emergencias humanitarias internacionales. Hay que odiarlos, expulsarles saltándose las leyes que haya que saltarse, no dejar que las embarcaciones les socorran si están a la deriva en alta mar con riesgo de morir ahogados porque según sus planteamientos seríamos “cómplices de las mafias del tráfico de personas”. Al único extranjero que tal vez tolerarían sería al que viene con una buena billetera, por supuesto.

Pero no se detienen ahí. También hay que odiar al independentista, a las feministas, a los rojos enemigos de la patria que, según ellos “no van lo suficientemente aseados”, a los musulmanes (o a quien no sea cristiano), porque si rezan o demuestran demasiado su fe serían sospechosos de caer en el radicalismo terrorista, a los animalistas que se atreven a atacar a la fiesta taurina, etc. La lista de rechazos es interminable. Lo que sea necesario para ser unos decentes, piadosos y patriotas españoles. ¿No es eso lo verdaderamente importante? Es el populismo de derecha.

Lo que pudiera parecer una caricatura humorística pierde toda la gracia cuando te das cuenta de que no es ninguna broma, sobre todo ahora que se acercan las elecciones. Lo que inicialmente era una inquietud, se convierte en preocupación y temor. Ese extremismo empieza a hacer campaña, disfraza al lobo con la piel de cordero, sus huestes de trolls en redes sociales y medios de comunicación hacen lo que sea para difundir las mentiras de ese discurso de desprecio y seguir manteniendo viva la llama que les llevará a lo único que les importa.

¿Y qué les importa a los extremistas? ¿Tal vez poner en práctica unos revolucionarios y coherentes proyectos económicos y sociales que nos hagan avanzar como sociedad y solucionar los muchos problemas que tenemos? No. Lo que de verdad importa es conseguir el poder a toda costa, aunque para ello tengan que engañar con un discurso que esconde un profundo odio hacia todos los que no son ellos.

Ese oportunismo manipulador e indecente lo hemos visto muchas veces a lo largo de la historia y nunca acaba bien. La gravedad no reside en el discurso, ni en que existan grupos que quieran gobernar nuestros destinos gracias al odio, da igual que sean de extrema izquierda o de extrema derecha. Al fin y al cabo es fácil repetir un par de consignas xenófobas o populistas hasta la saciedad. Lo que de verdad da miedo es que haya tanta gente dispuesta a ser engañada, dispuesta a caer en todo ello sin darse cuenta de que esos planteamientos, además de ser anticonstitucionales, irrealizables y dañinos para nuestra convivencia, son ante todo, mentiras. Porque es mentira que rechazar y criminalizar a tal o cual colectivo resuelva nuestros problemas.

Quizás sea demasiado esperar que nuestro sistema democrático disponga también de los mecanismos de seguridad para que todas esas promesas de odio no lleguen a materializarse, como está pasando en Estados Unidos. Pero a pesar de todo las mentiras y el odio nunca salen gratis. El riesgo de enfrentamiento entre personas puede lastrar a toda una generación. Es algo a lo que ya estamos asistiendo con otro movimiento de odio extremista en Cataluña, el del independentismo radical.

La pregunta es inevitable: ¿Prestaremos atención a esos extremistas como si fueran charlatanes ambulantes que prometen bálsamos milagrosos hechos de resentimiento hacia las minorías? ¿Estamos dispuestos a llegar tan lejos con tal de dar rienda suelta a nuestra frustración? La respuesta está en nuestras manos, en las de nadie más.

Si no reaccionamos a tiempo y empezamos a apostar por proyectos de futuro coherentes y sensatos en vez de caer en ese tipo de discursos llenos de odio, al final tendremos exactamente lo que nos merecemos, es decir, a nuestro propio Trump, a nuestro propio Bolsonaro o a nuestro propio Salvini en casa, como si fuera un programa de telebasura financiado por todos los españoles.

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