Desconfianza parental
¿Son los hijos de los padres o del Estado?
Si tenemos en cuenta que la esclavitud se abolió hace ya un par de años, es probable que si le preguntamos a los hijos se podrían sentir ofendidos por ser considerados propiedades como un botijo o un sombrero de paja. Aunque si los padres les amenazamos con que les vamos a dejar un mes sin teléfono móvil (qué antiguo soy, quería decir “smartphone”), no habría ofensa alguna, responderían sin duda y a la voz de “¡arrr!” que son propiedad de sus padres, faltaría más. Pero no vamos a preguntarles, ¿qué sabrán ellos?
La respuesta depende de a quién le preguntemos. Si pedimos opinión a la religión, nos dirán que los hijos son de Dios. Si pedimos opinión a la progresía, los hijos son de la sociedad y del sistema con el que tienen una responsabilidad de solidaridad, respeto, sostenibilidad climática e inclusiva que no puede ser ignorada. Si pedimos opinión a los garantes de la patria, los hijos son la expresión de la vida que han creado los padres y como tal deben ser reflejo de los valores de sus progenitores y de las nobles tradiciones familiares que hacen grande nuestra patria. Mejor no preguntemos a Julio Iglesias, para evitar sustos.
Es muy entretenida la polémica del pin parental, para qué engañarnos. Nos hace falta muy poco para hacer de cualquier tema un encendido campo de batalla entre rojos y fachas, no hemos cambiado en los últimos ochenta años. Lo peor de todo esto es que no resulta demasiado difícil exponer este tema desde ese punto de cordura y sentido común que podría aclarar las cosas, pero no, la sangre tiene esa tendencia de querer llegar al río a toda costa y la cordura aquí no tiene cabida.
Hay una frase bastante repetida por maestros e incluso por jueces con la que creo que todos estamos bastante de acuerdo. “Los hijos deben ir al colegio educados de casa”. Eso no quiere decir que el sistema educativo no sea importante en la educación de los hijos, sino que los padres, en la medida de responsables del menor (que no dueños), somos la primera y más importante influencia en la clase de persona que serán de mayores. Esa es una realidad incuestionable. Y, viendo el nivel de respeto y educación de las nuevas generaciones, también está bastante claro que muchas veces los padres no sabemos estar a la altura de esa responsabilidad.
Pero los padres no sólo tenemos la responsabilidad de educar a los hijos, sino que nuestra Constitución en 1978 lo consagró también como un derecho. ¿Por qué? Durante más de quinientos años habíamos sido un país católico. De repente, finaliza la dictadura y se reconoce la libertad religiosa y la aconfesionalidad del Estado. Esta novedad requería de un sustento legal lo suficientemente consistente como para que los padres pudiésemos elegir qué tipo de educación moral, ética y religiosa queríamos para nuestros hijos. La religión fue la verdadera razón, y no otra, por la que tenía sentido hace más de cuarenta años. Hoy en día parece que la libertad de educación religiosa está superada, o casi. Entonces ¿cuál es el problema?
En condiciones normales, los padres inculcaríamos en casa unos valores personales, religiosos, familiares que nos han definido y que queremos para nuestros hijos, y confiaríamos en el sistema educativo y en los poderes públicos para que el Estado cumpla su parte en la educación de los niños. Porque sí, el Estado sí tiene también obligación de enseñar valores, valores constitucionales a los que nadie debe renunciar y que todos estamos obligados a conocer y a respetar. Me refiero a valores como la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, entre otros. La gran falacia, por tanto, del pin parental es intentar hacer creer que la labor de los padres y la labor del Estado son incompatibles en la educación.
Pero ¿por qué se ha llegado a esa falacia de contraponer el Estado y la Familia en la Educación? El sistema educativo debería contar con nuestra total confianza, pero no es así.
Este problema es un problema creado por políticos. Hace años que tenemos muestras de sobra de la politización en la Educación en algunas autonomías, de adoctrinamiento, de libros de texto con contenidos al menos cuestionables que nos hacen ponernos en guardia. Parece como si tanto la laicidad preconstitucional como la libertad religiosa en la Constitución hoy en día hubieran sido sustituidas por una religión oficial solapada: la ideología política del partido en el poder de turno. Cuando los políticos se dedican no a gobernar ni a mejorar la vida a los ciudadanos sino a hacer proselitismo de ideologías y a decirnos qué debemos pensar, qué es lo correcto y qué es censurable, es cuando saltan las alarmas y cuando las estructuras del Estado como el sistema educativo corren el riesgo de perder su credibilidad por gran parte de la población.
Una iniciativa a priori absurda como la del gen parental tiene, pues, una razón de ser, la desconfianza en los políticos y en la influencia de la ideología de esos políticos en el sistema educativo. Pero esto no es más que un parche, una ocurrencia. Cuando existe desconfianza lo que hay que hacer es recuperarla, no enfrentar a la gente ni a las familias con el sistema educativo. Existe una solución mucho más sensata, más deseable para recuperar esa confianza, y que también solucionaría otros problemas en la Educación. Se lleva décadas hablando de ella, pero parece que nadie tiene la amplitud de miras necesaria para lograrla: ¿Para cuándo un gran pacto por la Educación? Esa es la solución, y requiere voluntad de todos los partidos para definir lo que queremos para nuestro sistema educativo. El problema es que si todos los partidos se ponen de acuerdo en algo... ¿cómo podrían mantener el odio vivo hacia sus oponentes para poder gobernar?
El día que los políticos decidan que hay que enseñar a pensar en vez de enseñar qué hay que pensar, se acabaran polémicas estériles. Aunque puede que ese día muchos políticos se queden sin trabajo.