Juan Carlos I, de rey Midas a rey Bribón
Una nota vital y rápida sobre la simbología histórica de la marcha del Rey Juan Carlos I de España. Como en Chinatwon, la fabulosa película de John Huston, “la historia se repite, estamos en Chinatown”, dijo el insigne Jack Nicholson, en la película cuando la tragedia se desató. En este caso podríamos decir “estamos en España, la historia de la monarquía se repite”. Su abuelo, Alfonso XIII fue rey desde su nacimiento y asumió a los 16 años. Tras una serie de revueltas, abandonó voluntariamente España tras las elecciones de abril de 1931 que fueron tomadas como un plebiscito entre monarquía y república. Moriría diez años más tarde, en 1941, a los 55 años, en Roma, donde se auto exilió. Su padre, Don Juan de Borbón, el tercer hijo varón de Alfonso XIII, en 1933 asumió los derechos dinásticos como heredero, por lo que antes de la muerte del abuelo, Don Juan, desde su exilio en Estoril, Portugal, se convirtió en eterno pretendiente al trono de España. Así hasta la muerte de Franco, en 1975, cuando el dictador, permitió que el nieto y heredero legítimo a la monarquía -Don Juan había abdicado en su hijo unos años antes- volviera a ejercer como tal.
Los que tenemos más o menos 40 años de vida profesional y fuimos testigos y actores del trayecto de la dictadura a la monarquía parlamentaria, conocemos muy bien el papel de Don Juan Carlos I como actor de excepción en la reinstauración de la Democracia en nuestro país. Por eso, Felipe González, Fraga, Carrillo, Suarez y los padres de la Constitución del 78, siempre le quisieron y albergaron un gran respeto por él, aun siendo conocedores de las andanzas un tanto “bribonas y de irredento mujeriego” del Borbón.
Oigo criticar al rey emérito a tantas personas, que actuando muy de oídas, hoy le lapidan, y que generalmente pertenecen a esta nueva “generación de la inmediatez y la mercadotecnia”, que se creen cultas por haber leído libros de los ideólogos de izquierdas, Marx, Gramsci, Althusser, etc, pero carentes de lo que se llama memoria del día a día de las últimas tres décadas en España. Personas que no conocen, ni quieren conocer, la historia reciente contada por sus protagonistas experimentales y vivos. Les recomiendo que se den una vuelta por las hemerotecas o al menos escuchen algunas enciclopedias humanas que vivieron la “transición pacífica de la dictadura a la democracia”. Tan ejemplar como histórica, sin derramar una gota de sangre, donde comunistas, socialistas, centristas, republicanos y monárquicos, fueron capaces de convivir y entenderse como parte protagonista de la misma.
Recomiendo escuchen, no sólo a los supervivientes de la tortura, la cárcel y las duras condenas del franquismo, sino sencillamente a los supervivientes del golpe de Estado del 23F de 1981, que nos tuvo, a millones de personas en toda España, y a cientos de miles en Valencia, con un pie en el confinamiento de la Plaza de Toros, la persecución, la cárcel y el ajusticiamiento. Aquel día, Juan Carlos I, como Jefe del Estado Mayor del Ejército, no se amilanó y le plantó cara al General Milans del Bosch, que había sacado los tanques a las calles de Valencia, y sobre todo cómo cuadró a su instructor, el General Armada, que lo había criado desde pequeño. En aquellos momentos, el Ejército, cinco años después de la muerte del dictador, no se conformaba con una monarquía democrática parlamentaria, los Generales querían que el Rey fuera el Jefe Máximo del Ejército y de España, prescindiendo del Gobierno democrático y del Parlamento.
Y entonces, la voz de Don Juan Carlos, resonó en la luctuosa y aterradora noche del 23F de 1981, cuando la Guardia Civil tenía secuestrado el Parlamento español, y el Ejército había dado orden de acuartelamiento en todas las comandancias españolas. Cuando mis compañeros de Diario de Valencia, la mayoría “rojeras del PCE”, y yo misma que era una simple becaria, que jamás creí, ni de joven, en el Partido Comunista de España, ni en ningún partido comunista del mundo, estábamos prácticamente secuestrados en la redacción del periódico en la capital del Turia, -aunque nos invitaron a irnos a casa también hay que decirlo- con varios soldados metralleta en ristre en la redacción y un destacamento en el exterior. Nos decíamos que nos iban a confinar a la plaza de toros y en las mentes de muchos bailaba la palabra “rehenes políticos o ajusticiamiento”.
No eran fantasías. Apenas hacía unos años que había muerto el dictador (1975), y el último Consejo de Guerra había mandado fusilar a cinco condenados. El 27 de septiembre de 1975, Olof Palme, Billy Brand y muchos políticos europeos, así como el Vaticano, hicieron campañas para evitar el fusilamiento de Jose Humberto Baena, Jose Luis Sánchez Bravo, Ramón García Sanz (FRAP) Juan Paredes Manot (Txiki) y Angel Otaegui (ETA). Un año antes había ocurrido lo mismo con Salvador Puig Antich, anarquista pasado a garrote vil en la cárcel Modelo de Barcelona.
No estaba España para bromas. En aquellos tiempos hacer política de izquierdas no era cuestión de cuatro profesores universitarios mimados, que se creen el ombligo del mundo y no son capaces de reconocer a quienes realmente sí se jugaron la vida y pagaron años de cárcel. Eran gente recia, concienciada en la justicia social y la libertad política, hasta el punto jugarse la vida. Eran, exactamente, la generación del Rey Juan Carlos I y cómo él, creían que España tenía que recuperar la Democracia y la libertad.
Aquella noche, sólo escuchábamos en la radio marchas militares, y el Bando Militar, con el toque de queda y la supresión de toda libertad de movimiento. Se prohibían reuniones de más de equis personas en las casas, solo el núcleo familiar estaba permitido, las calles vacías y la gente solo podía caminar de uno en uno y camino a su casa, después de las doce de la noche, bajo detención y calabozo.
A una hora concreta de la noche, en Valencia al menos, Jordi Pujol se coló entre el Bando y las marchas, en Radio Nacional de España, y dijo que el Rey le había llamado y le dijo: “Tranquilo Jordi”. Esas dos palabras permitieron recuperar un poco la respiración a mis compañeros de redacción y a mí también y a tantos miles de valencianos que desde los balcones de sus casas llevaban horas viendo los tanques desfilar por las calles de Valencia. Después nos enteramos que el Ejército había amenazado y presionado al Rey para que se uniera al Golpe Militar y éste estuvo durante horas, poniendo firmes a todas las Regiones Militares de España, una por una. Jamás olvidaremos que fue el Rey quien salvó la democracia y evitó un horrendo baño de sangre.
¿Y después de esto, qué decir? Para no hacerlo muy largo, el presidente Adolfo Suarez había dimitido poco antes del 23F, muchos dicen que fue un sacrificio para evitar el ruido de sables que venía reivindicando un golpe de Estado violento. En 1982, se adelantaron las elecciones seis meses, debido a las circunstancias, y Felipe González y el PSOE arrasaron como un rodillo. Obtuvieron 202 diputados, mayoría absoluta aplastante en el Congreso y en el Senado y casi el cincuenta por ciento de los votos nacionales.
Desde entonces, un republicano acérrimo y convencido como Felipe González y la mayoría de los dirigentes del Partido Socialista, respetaron y creyeron en la eficacia de una monarquía parlamentaria. La historia de la superación del golpe de Estado se lo acabada de demostrar. Hasta Carrillo y Pasionaria eran amigos del campechano Don Juan Carlos.
En esas décadas, Juan Carlos I era visto como el Rey Midas, llenaba el Jumbo de empresarios españoles y se los llevaba por el mundo entero, especialmente donde llovían millones de dólares, los Emiratos Árabes del Golfo Pérsico. Allí, sus amigos los jeques, los príncipes y reyes, firmaban contratos de infarto en cuanto a inversión, con su “hermano el Rey Juan Carlos”, como conseguidor, comisionista o intermediario, se cómo se le quiera llamar. Eso, en aquellos tiempos a nadie importaba. Eran años, que se sucedieron durante décadas, de vino y rosas, cientos de miles de millones para España en contratos multimillonarios, sellados entre “mujeres de pro -Corinna es un prototipo- comisionistas de lujo por pertenecer a la nobleza, por su belleza, cosmopolitismo, divismo”, todo eso que fascina tanto al mundo árabe. Corinna zu Sayn-Wittgenstein, una auténtica valkiria, aria pura, alemana de origen danés, según muchos han sabido ahora, pero todos supieron siempre, fue la “amiga especial para los negocios árabes” de Don Juan Carlos, al menos desde los años 90. ¿Y a quien le importaba esto? A nadie.
Todos los Gobiernos democráticos españoles, desde los de Felipe, los de Aznar, Zapatero y Rajoy, los empresarios, los directores y dueños de periódicos y Tv españolas, han sabido desde siempre los ejes en los que se fundamentaba la vida de “bon vivant” de nuestro Borbón: mujeres, petróleo y dólares, cacerías en África, Formula 1 y Regatas. ¿Y alguien se lo cuestionó alguna vez? No, porque era rentable.
En 1992 el Rey tuvo mucho que ver con su amigo Samaranch, para que los Juegos Olímpicos recayeran en Barcelona (España). Según el presidente del Comité Olímpico Internacional, fueron los mejores JJOO de la era moderna. España hizo un récord histórico al llevarse 22 medallas, trece de ellas de oro. El Rey y la Familia Real acudían a todas las competiciones y se le empezó a llamar el Rey Midas. Su hijo, un joven Felipe de Borbón, desfiló de abanderado para orgullo de la Familia y de España. La relación del rey emérito con los deportes también dejó su sueño en el Gran Prix del Fórmula1 sirviendo también de Rey Midas con el triunvirato Fernando Alonso, Emilio Botín, y el propio Juan Carlos I que no se perdían ni una sola competición alrededor de todo el mundo. También la Copa de América.
Dicho todo esto, ahora ha llegado el turno de pagar los excesos. Al Rey, la Constitución y la política post franquista “le hicieron inviolable”. Y él se lo creyó y actuó en consecuencia, dando rienda suelta a su naturaleza, canalla, bribón, mujeriego, amigo de los árabes y de la vida obscenamente lujosa que le brindaron sus “hermanos pérsicos”. Le regalaron una vida, salpicando de paso de cientos de miles de millones y de multimillonarios contratos al empresariado español, lo que a su vez se traduce en millones de puestos de trabajo en exportaciones. ¿Oyeron entonces a alguien protestar por todo esto? Yo no.
Llegados aquí, todos somos un poco corresponsables del comportamiento real de Don Juan Carlos durante todos estos años. Así que, el ejercicio de la gigantesca hipocresía de apuntarse ahora a los que le tiran piedras y le quieren lapidar, no va con la coherencia, la autocrítica y la empatía humana. Si la Justicia le puede juzgar, que le juzgue, pero también a todos los co-partícipes que le ampararon, le jalearon y le aplaudieron todas y cada una de sus “fechorías”. Y los que no lo han vivido, que visiten las hemerotecas, que lean y se informen y tengan también un poco de sensatez y coherencia. Y finalmente, como dice el Presidente Sánchez, se juzgan las conductas presuntamente inadecuadas, pero no las instituciones. España es una gran democracia, y el hecho de que Don Juan Carlos, se haya echado a un lado para no perjudicar a la Corona, no debe dar pábulo a que se confunda la institución con la persona. Mejor para todos que esté en Santo Domingo o don qué quiera que sea hasta que la Justicia diga o haga lo que tenga que hacer.