Las playas de Ceuta
Me he vuelto muy cómodo. Eso de moverme para ir a la playa a pasar calor, mancharme de arena y exponerme a un cáncer de piel, qué quieren que les diga, me da bastante pereza frente a la alternativa de un sofá, un aire acondicionado y una película de Paco Martínez Soria. ¿A que les estoy tentando? Está bien, no se alarmen, yo también fui joven una vez, o sea que entiendo perfectamente a quienes no lo ven como yo.
Eso de que en Ceuta estemos rodeados de la mar salada me da la vida, y aunque a estas alturas no me resulte atractiva la playa, reconozco su valor. No hablamos de playas magníficas y kilométricas, como las de Cádiz o Huelva, de playas pintorescas, como las de la Costa Brava o Menorca, ni siquiera de playas salvajes como las de Cabo de Gata o Cantabria. Hablamos de playas cochambrosas.
Una playa en sí misma no es cochambrosa, sino que nosotros, las personas, las convertimos en eso. De hecho, nuestros fondos marinos tienen cierto prestigio, y además la belleza del litoral rocoso que poseemos le dan un innegable encanto a nuestro entorno. Pero más allá de lo que la naturaleza nos ha regalado, las playas que tenemos son las que tenemos.
Si miramos a la bahía sur, nos encontramos con las playas de la Ribera, el Chorrillo y el Tarajal. Las dos primeras son LAS PLAYAS por excelencia, las que suponen nuestra carta de presentación ante todo ese turismo que nuestro excelentísimo alcalde (¿O es presidente autonómico?) afirma tener planes desde hace décadas para atraer. Mi corazón palpita de emoción cuando las contemplo desde el coche de camino al ambulatorio, y veo toda esa muchedumbre sobre sus toallas tapando una arena llena de colillas y donde te puedes pillar alguna que otra infección cutánea. ¿Y qué me dicen de esas redes antimedusas que cada año se colocan ¡¡un mes después!! de haber empezado la temporada de baño? Magníficas, no cabe duda. Pero lo que más me sobrecoge es cómo amanecen un lunes por la mañana, calmadas, solitarias, resignadas, llenas de moscas y basura... No importa, alegrémonos, porque suelen tener una bandera azul. Eso nos da esperanzas de calidad. ¡Turismo, venid!
La bahía norte es otra historia diferente. Allí las banderas azules, los socorristas y las duchas no saben llegar, especialmente a Calamocarro. Será que el posicionamiento del GPS se pierde con la cobertura de Marruecos, o eso me han dicho. La bahía norte tiene un agua a priori, más fresquita y limpia, pero... ojo, que tradicionalmente el alquitrán o chapapote del Estrecho ha estado a la orden del día. Hace años que esos vertidos descontrolados en el Estrecho se han reducido, pero aún colean cuando menos te lo esperas.
En las playas de esa bahía norte la Ley y el control..., digamos que son más laxos. Cuando la Guardia Civil consigue desmantelar tras un fin de semana una acampada masiva ilegal en la playa del Trampolín, se convierte en noticia, tal es lo insólito de tamaño logro. La mugre de los cauces y desagües que vierten y desembocan en playa Benítez desde tiempo inmemorial se ha convertido en seña de identidad de esa playa. Pero no sólo es eso, el descontrol de los bañistas que cualquier fin de semana por la tarde acceden a esa playa es digno de una película de miedo, pero no de las de terror psicológico que apenas dan sustillo, no, de las de tipo ‘El Exorcista’. Perros, gente pescando en medio de las sombrillas, mesas y sillas por doquier, distancia de seguridad inexistente, basura y más basura..., vamos, creo que en las orillas del Ganges se pueden contemplar escenas parecidas. Una vez me dijeron que, si sobrevives a una tarde de sábado en la playa de Benítez, te convalidan primero de relaciones sociales y supervivencia avanzada.
Pero sin duda, mi preferida desde que era un mozalbete era la playa del Desnarigado, con sus paredes rocosas, sus saltos de cabeza, sus fondos magníficos... Pero la sobreexplotación dominguera también hace años que acabó con ese atractivo. Los tinglados con carpas que montan cada fin de semana veraniego son de los que acaparan por completo la tranquilidad que tenía esa playa, con el añadido de que los sitios parecen estar adjudicados con nombres y apellidos, como si de un alquiler a perpetuidad se tratara.
Me quedan la de Benzú y San Amaro, ambas simplemente dignas y con un aire muy de barrio, de las que se disfrutan casi exclusivamente por los vecinos, pero muy lejos de un canon que nos dé caché dentro de playas de ensueño y, por supuesto, con el mismo problema de suciedad y dejadez. Esas playas conviven con el resto del litoral, que nos ofrece pequeñas pinceladas, como El Sarchal, Fuente Caballos, Santa Catalina, o pequeñísimos rincones que se pueden usar para darse un chapuzón, aunque en todas te puedes encontrar con escombreras ocasionales, muy propias de los acantilados de la bahía sur, y con descuido absoluto por parte de las autoridades.
Tenemos 21 kilómetros de costa dentro de la ciudad, algo que ya quisiera para sí cualquier ciudad española. Pero, como ya es costumbre en nuestro ADN ceutí, no destacamos por la calidad de las playas, por el civismo de la gente para cuidarlas y, sobre todo, por el compromiso de la administración para controlar, arreglar y convertir ese tesoro en algo digno de ser visitado y disfrutado. Con la cantidad de cosas que se podrían hacer para darles valor..., como senderos originales e integrados en el medio natural, como vigilancia y limpieza de verdad, como instalaciones y servicios públicos, o como proyectos de regeneración medioambiental... en fin, ¿para qué seguir?
Menos mal que me queda el consuelo que cuando el cambio climático acabe con nuestra especie (o eso me afirma mi nieto Ambrosio, y él sabe mucho de eso porque ve mucho internet), nuestras playas serán auténticas delicias naturales para las nuevas especies que dominen la Tierra. ¿Serán las cucarachas?